Puto cáncer
De repente un compulsivo vómito inunda mi garganta. En un acto reflejo sale despedido de mi boca ese mejunje pastoso plagado de tropezones. Ya me estaba avisando el estómago en continuo retortijón desde hace un rato, que notaba macizo e intenso como una roca, a pesar de estar soñando profundamente dormido. Bueno, mejor sería decir que tenía una pesadilla. No es para menos. El nódulo que habita en mis entrañas, del cual me ha dado reciente noticia la facultativa, ya empieza a hacer de las suyas. Durante las próximas jornadas, meses, quién sabe si quizá años, será mi mayor ferviente compañero.
—¡Buagh! —con la contracción estomacal, el flujo sube por el esófago y me despierta de golpe—. ¡Buagh! ¡Buagh! —los gotones, escupidos abruptamente por mi morro, decoran grotescamente las paredes del pasillo en donde han aparcado mi cama. Entre el box 21 y el 22. Allí voy a estar durante como mínimo una semana hasta que me den el alta.
Siento un mareo. La zozobra me invade. Intento lanzar un grito de alarma, pero las cuerdas vocales están en el séptimo cielo. Hago el amago de encontrar el chirimbolo para llamar a una enfermera, sin embargo tanteo en el vacío. Procuro recuperar el sentido y orientarme, mas estoy sumergido en una borrachera onírica. El mal aliento, la halitosis en desenfreno, la boca impregnada de aquel sabor agrio en el que descubres el aroma del ajo, la cebolla, el pepino… de todas las verduras del gazpacho que he engullido por la tarde bañadas de ácida hiel. Solo, abandonado, ningún conocido ni familiar sabe del mal trago, con la peor noticia que podían haberme dado, me alzo de la camilla y piso la fría baldosa. El placer es diminuto, brevísimo, paradójicamente nigérrimo, escurridizo, no obstante el sentir el contacto de la gélida cerámica con mis pies me da un suspiro de esperanza, como una neblina que se diluye. Por contraste, como un puñetazo en la cara, al percibir que todavía puedo deleitarme con tan míseros momentos, en un vaivén de peonza me da el vértigo y caigo de bruces al suelo.
—No esperes más. Si puedes conducir, vete a urgencias ya con tu coche ahora mismo, si no llama para que te envíen una ambulancia.
—No será para tanto. Con el paracetamol que estoy tomando desde ayer parece que la fiebre aminora.
—No seas bestia, llevas quince días con más de 38 º según me acabas de confesar, destemplado, tiritando, ¿crees que eso es normal? Tío, que llevo toda la vida ejerciendo. No me vengas con cuentos. Tres días seguidos, aunque solo fuese con una ligera febrícula, ya requiere un ingreso inmediato en urgencias.
Odio a los matasanos. Es superior a mis fuerzas. Solo hay otro colectivo al que le tenga más tirria: a los picapleitos. Tanto estos como aquellos viven de la desgracia ajena. Me carcome las entrañas. No puedo ni con los unos, ni con los otros. Me dan náuseas. Tropiezas con una piedra en el camino y enseguida verás revolotear sobre tu cabeza alguno de estos especímenes. Sea por disputas leguleyas, sea por salud delicada, los cuervos acuden a picotear a su presa. Aunque un abogado no sepa dibujar un negro porvenir con tanta destreza como un médico. Así que esta tarde, tras deglutir el cuenco con el salmorejo bien cargado de vinagre, como a mí me pirra, he decidido hacer caso al medicastro de mi primo cuando hemos colgado la llamada por teléfono.
—Tranquilo, Pedro, será entrar y salir. Estos no quieren que ocupes camas y te ventilarán rápido —me engañaba a mí mismo mientras conducía mi destartalado Citroën 2 CV hasta el matadero; pero mientras seguía recordando lo pasado hace escasas horas, aunque daba la sensación de haber sido un siglo, de nuevo la doctora me ha interrumpido despertándome de mis ensoñaciones.
—¿Estás más tranquilo?
—Siento haberlo dejado todo pringado con la vomitera, pero estas noticias le alteran a uno.
—Entiendo que te haya impactado, pero todavía no es nada seguro, tenemos que hacer más pruebas para comprobar si lo que sale en la ecografía es lo que se supone que es, porque puede ser un falso positivo, es decir, que podría darse el caso de que… —es más o menos aquí cuando he desconectado; la de la alba bata seguía con su verborrea plagada de vocablos inescrutables, envuelta en las nubes de algodón de aquellas sábanas y paredes blancas, de aquella luz de fluorescente, de una claridad hiriente—. Sería recomendable hacerte un TAC, con la ecografía no se puede saber con precisión si la neoplasia que hemos observado es…
—Doctora, es un puto cáncer, querrá decir. La leche clara y el chocolate espeso. No maree más la perdiz.
—Bueno, bueno, no tanta prisa, no vayamos tan rápido, aún podría ser que la sombra que aparece en la ecografía no fuera un tumor…
—Un puto cáncer, es un puto cáncer. Llamemos a las cosas por su nombre. Déjese de eufemismos. Nódulo, neoplasia, tumor… ¿pero cuántos substitutos tienen para no nombrar la palabra prohibida? ¡Joder!, es un puto cáncer como una casa de payés.
—No tan grande, no tan grande —esboza la sonrisita sarcástica, pero a mí no me la dan con queso—. En fin, vayamos poco a poco. ¿Te encuentras con fuerza para hacer un PET-TAC? No me malinterpretes, pero eso de haber regurgitado con tanta virulencia muy posiblemente es por tener obturado el conducto biliar, pues, eso sí, tienes la vesícula repleta de barro, aunque también podría ser psicosomático o una señal de que…
—Haga lo que quiera —claudico ya sin fuerzas; no me está dando tiempo de asumir lo que está ocurriendo.
Te meten en ese túnel del terror. El zumbido del TAC rebota en mis tímpanos. Cierro los ojos en un frustrado intento de concentración. Pero tengo el cráneo acogotado. Bum, bum, paf. Cata crac. Bum, bum, paf. Gira el tubo marengo siniestro en rededor de tu cuerpo como los cangilones de una noria en escala de grises. Aunque tú flipas en colorines. Literalmente. Tal si fuera un caleidoscopio. Bum, bum, paf. Cata crac. Ahora te desplazan un pelo hacia abajo. La nebulosa de mi cerebro flota a su libre albedrío. De nuevo hacia arriba. Bum, bum, paf. Neuronas que chocan entre sí y se desparraman entre la masa gris. Cata crac. Focalizando la maquinita de marras en mi interior en busca y captura del puto nódulo anclado en mis entrañas.
—Un cáncer, joder. Hostia, puta, coño —acompaso en mis pensamientos cada taco con el bum, bum, paf—. Un cáncer cabrón. ¿Para qué coño me hacen más pruebas? Me cago en la madre que me parió —bum, bum—. Mierda de vida —cata crac—. Tanto ahorrar, Pedro, ¿para qué te va a servir ahora el dinero? —bum, bum—. El más rico del cementerio, la rehostia de Dios. Tienes que pensar algo —bum, bum, paf—. Ahora te vendrán con que si benigno, que si maligno, que si estado cuatro, tres, dos, uno, que si metástasis, que si quimio, que si te quedas calvo —cata crac—, que si radio, que cómprese una peluca, que si no es para tanto, que más sesiones de quimio… para que al final te mueras de todas formas… no lo vas a soportar, Pedro, tú sabes muy bien que no lo vas a soportar —bum, bum, paf, cata crac—. Pero ¿qué puedo hacer? Una venganza, voy a pergeñar la más enrevesada y estrambótica de las revanchas, yo no me voy de este mundo sin llevarme a alguien por delante, me cago en la puta madre que parió al puto cáncer —bum, bum, bum…
De sopetón el eco de la caverna tubular cede y cada vez más lejos rebota el bum, bum, bum. Se hace la luz, el sanitario le da al clic y mi cabeza deja de dar vueltas. Todavía el fuerte olor radioactivo de la fluordesoxiglucosa para realizar la prueba con contraste invade la estancia. Las fosas nasales infectadas de química, peste a laboratorio, un desasosiego que invade mis neuronas. De pronto, una voz tétrica, profunda y un pelín nasal, todo sea dicho, hace acto de presencia.
—Con tanto que se ha movido la prueba ha ido de mal en peor, vaya forma de malgastar el 18F-FDG. Ya veremos que dirá la doctora, pero mucho me temo que tendrá que repetirse el TAC.
—Con esos ojos verde fosforito seguro que te lo has esnifado —me muestro cabreado, pero mi tono de voz es tan fino, tan párvulo e infantil, que él hace caso omiso. La angustia es el reflejo de mis pensamientos.
A pesar de estar ingresado en urgencias las visitas no se hacen esperar. Es correr la noticia más rauda que una carrera de galgos que, unos días más tarde, mis múltiples amigos y familia hacen cola en las puertas del hospital. Es decir, acude mi bibliotecaria: Emilia. Solo ella. Lo de múltiples lo decía por hacerme el importante, por figurar, por fardar. Ella es la única con la que comparto unas palabras cuando acudo de continuo a gorrear la prensa del día. Aprovechando que la sede de la cultura es refugio climático. Bendito aire acondicionado que te ayuda a paliar las vicisitudes de la canícula. Si no fuera tan tacaño también habría venido Ismael a verme, pero con una cuenta de débito a su favor de más de mil euros en el bar donde le sableo el café con hielo cada mañana, ha desistido de visitar al cliente enfermo terminal.
En cuanto a la familia, unos me acusan de huraño, otros de poco social y de vivir en mi cueva como un eremita, los de más allá de ir a la mía. Cosas de pertenecer a ese rancio abolengo de alta alcurnia. Forrados pero egoístas hasta el tuétano. Por eso son ricos: no por lo que ganan, por lo que no gastan. Claro que, para colmo de los colmos, casi todos pertenecen al mundo de las leyes: un hermano secretario judicial, otro juez, una prima fiscal con muy malas pulgas, aquel pariente lejano registrador de la propiedad, alguno funcionario de prisiones, tres o cuatro abogaduchos en la plantilla, dos sobrinas de pasantes en un bufete… En fin, en mi estirpe los cargos burocráticos se heredan desde hace generaciones. Y quien no tira de leguleyo se dedica al encomiable mundo de los fans del dios Esculapio. Ahora entenderá cualquiera mi aversión a estas dos innobles maneras de ganarse la vida. Sí, de acuerdo, soy un poco la oveja negra. Pero prefiero vivir flotando en el aire que participar en tal degüello.
Emilia, mi entrañable y entradita en carnes bibliotecaria, cada mañana me trae la prensa del día anterior. Por ella sé que mi hermano mayor, el zoquete de Santiago, el que pulula en el innoble oficio de notario, ha usado sus influencias para sin esperar al desvelamiento de mis últimas voluntades, visitar el registro para acceder a mi testamento y saber cuánto les quedará una vez yo fallezca. ¿Para eso tienes tanto dinero ahorrado, Pedro? ¿Para que lo hereden los cerdos? Sin embargo, llevo varios días sacándole punta al lápiz y mi estrategia de desquite la tengo por completo diseñada. De ensueño. Solo necesito veneno para ratas.
—¿Qué te dicen? ¿Te han de hacer más pruebas?
—Cáncer de páncreas. Me muero. No hay solución que valga. Radio al ser el páncreas no pueden aplicarlo. La metástasis ha llegado a las vértebras, los intestinos y los pulmones. Desquiciado, estoy que me bebo el entendimiento. Aturdido y bien jodido. Está en fase cuatro, por lo que la quimio… ¿para qué? ¿Para sufrir? Como le pasó a Benito, ya sabes, que se le llenó todo de llagas en la boca.
—Pues te veo muy fuerte para lo que te viene encima.
—Ideal —escupo con ironía—. Les he dicho que me den el alta. De perdidos al río. Quiero pasar mis últimos días tranquilo. Pero, chica, que yo no me voy de este mundo sin armar la de rediós. Van a hablar de mí hasta el día del Juicio Final. Me voy a ganar unas vacaciones eternas en el infierno junto a Lucifer Nuestro Señor.
Emilia sonríe a la vez que arquea las cejas en ese gesto suyo tan característico. Cuando se me va la olla, siempre suelta esa sonrisita irónica. Como es costumbre en ella, a continuación te mira con esa carita de guapa de cordero degollado que va directo al sacrificio.
—¿Qué es lo que se te está pasando por la cabeza?
—Nada importante. Restablecer el equilibrio.
—No me cites ahora a Némesis, no te me vayas por las ramas.
—Solo te pido una cosa, Emilia. Que mires si me podéis dejar la biblioteca el sábado próximo. Quiero hacer una despedida como Bakunin manda. Voy a invitar a todos mis hermanos y primos, con sus respectivas familias. Sabes que, excepto yo que he renunciado a inundar el mundo de Pedritos, todos ellos son muy prolíficos. Deseo irme de este mundo celebrando una fiesta: la de mi primer puto cáncer. Una cosa suntuosa. Fastuosa. De lujo, fantasía e ilusión. Para niños, también para padres y tíos, pero para todos los críos de mi familia. Quiero contratar unos payasos y animadores culturales. Y tal vez a un mago. Muchos globos y farolillos. El mayor fiestorro que jamás pudieran soñar. Cocinaré un riquísimo pastel de repostería, muy grande, que son multitud de criaturas. Deseo que todos sepan cuánto les quiero —acabo mi alocución compenetrado con un largo bostezo somnoliento.
Cuando me traen la insípida cena de hospital, Emilia marcha. Entre el listado de cosas a comprar y encargos a realizar no he incluido el matarratas. No fuera a atar cabos, o a deshacer nudos que al fin y al cabo es lo mismo, y descubriera el percal. La receta he tenido mucho tiempo para mejorarla en estos días de ingresos hospitalarios. Haré la tarta de chocolate, que así disimulará mejor el sabor del veneno. Voy a asesinar a todos los niños. También a todo aquel adulto que se ponga a tiro y goloso saboree un trozo de pastel. El apellido del que presume mi familia va a ser borrado del mapa. De cuajo voy a cortar la posibilidad de que sigan perpetuándose en los viles oficios que viven del dolor ajeno. ¿Cuántos sobrinos tengo? Creo que son dieciocho. Un buen número. Perfecto para ganarme la condenación eterna. Además, mejor cargárselos ahora que todavía son pequeños, que si dejase pasar el tiempo y crecieran sería una abominación.
El estómago vuelve a hacerme malas pasadas. Está revuelto y la crema de zanahoria no cuaja con el pescado hervido. Los giros supersónicos con el jugo gástrico permiten que el mejunje entre en ebullición. Burbujas ácidas compiten por alcanzar el esófago y salir disparadas boca afuera. Sube la temperatura. Me estoy mareando. ¡Buagh!, una arcada encabritada he sido capaz de reprimirla en el ultimísimo nanosegundo. Necesito bicarbonato. El sueño está siendo muy pesado. Aunque más que sueño es pesadilla. Pedro, vete al armario de la cocina, allá tienes el calmante estomacal, me convenzo a mí mismo. Así que me incorporo desenganchándome de las sábanas. Estoy unos minutos sentado en el borde de la cama. Me levanto. Frente a la puerta de la alacena, que curiosamente se abre tirando del pomo hacia arriba, ¿a quién se le ocurre construirlos de este tipo?, tiro y estiro, pero no puedo. Algo lo tiene trabado.
—Con más fuerza, joder, hostia, puta, coño, Pedro, tira con más ímpetu, que parece que tengas menos fuerza que un osito de peluche —estoy grogui por estar tan cansado y haberme ido a dormir tan tarde, sin embargo sigo tirando fuerte hacia arriba; pero es imposible. Abro los ojos— Sí, sí, no me equivoco, la madera es del mismo color marrón, esta puerta no va a poder conmigo, un último esfuerzo, Pedro, venga, dale.
Y tan fuerte es el estirón que los dos tornillos con sus tacos saltan arrancados de la pared. Entonces cae el inmenso espejo de mi cuarto, allá donde me miro lo guapísimo de la muerte que estoy antes de salir cada día de casa. El azogue cae en punta sobre mi pie izquierdo. Pego un terrible alarido. Me despierto de golpe. Vaya noche más agitada. Vaya ardor de estómago. Otro episodio del Pedro sonámbulo. Lo del puto cáncer no ha sido más que otro puto mal sueño.
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